
Ya llevamos media novela devorada y lo único que me consuela es que me he prometido a mí misma releerla más pronto que tarde. Voy leyendo impulsada por dos fuerzas contrarias. Una me conmina a continuar adelante, pues una parte de mí necesita saber más sobre el origen del protagonista, sobre ese secreto que el tío Mauri afirma que no desvelará, pero que todos esperamos que lo haga en algún momento, sobre la relación con Teresa, sobre la muerte de Bolós o incluso sobre cómo terminará la noche con Julia. Las historias se mezclan y van esparciendo incógnitas que necesito rellenar. <<Un capítulo más y apago>>. <<Una página solo y me pongo en marcha>>.
¿Y cuál es la otra fuerza que me impulsa en sentido contrario? La necesidad de paladear lo que estoy leyendo. La técnica de Cabré me impresiona. Los cambios de tiempo, de perspectiva e incluso de persona; los juegos de palabras, la ironía, los tropecientos nombres con los que va denominado a los personajes, porque todos encarnamos cientos de vidas en una sola vida. Necesito parar, releer, disfrutar del modo en que me ha contado cómo se siente. Si leo demasiado deprisa (impulsada por la fuerza que os comentaba en el párrafo anterior), me da la sensación de que me estoy perdiendo detalles importantes y, sobre todo, que no estoy disfrutando todo lo que podría disfrutar. Oro en polvo deslizándose entre los dedos de las manos.
Una sensación extraña, esta de luchar con las dos fuerzas. Pero no es la primera vez que me pasa. Recuerdo haber sentido exactamente lo mismo en el primer libro que leí de Cabré (tenéis la reseña de Yo confieso por aquí). Y exactamente igual que entonces, para sobrevivir avanzo en la lectura mientras me repito: <<tranquila, Mamen, volveremos. Más pronto que tarde vendrá una relectura>>. Qué ganas tengo de saberlo todo, de haber acabado ya la novela, para comenzar a leerla ya de nuevo, esta vez sin ansia, disfrutando de Cabré como se merece.