
Ya me disgusta hacer una reseña con un signo tan negativo. Simenon me encanta en sus novelas dedicadas al comisario Maigret, sin embargo quise arriesgarme y adentrarme en ese mundo en blanco y negro propio de las películas de Holliwood y que no tiene por protagonista a un detective y una «femme fatale».
Y lamento decir que esta pequeña novela ha sido un castigo. Debo confesar que hubo algunas páginas que pasaron en diagonal ante mis ojos.
El argumento es muy sencillo: dos almas solitarias y heridas se encuentran en mitad de la noche en un restaurante de servicio rápido, de Nueva York, y bastan dos miradas perdidas que se cruzan y varias frases topicas, para comenzar un peregrinaje por bares y tres habitaciones.
La historia no es lo malo, pues en su simpleza recae su punto fuerte. Tampoco el ambiente que se recrea, por mil veces visto en otras novelas y películas, no lastra el valor al argumento.
Lo que hizo realmente difícil su lectura fue la psicología que se dibuja en los personajes principales. Él es un actor venido a menos, y con un problema de celos y autoestima que arrastra desde un matrimonio roto. Ella es una mujer abandonada por su esposo y que no encuentra mejor manera de sobrevivir que coleccionando amantes.
Y los pensamientos de él y la condescendencia de ella dibujan diálogos y escenas que cuestan comprender y asumir. Quiero pensar que es mi nula formación lo que me impide disfrutar de lo que parece pretender ser un retrato profundo sobre la soledad y la tristeza. Pero no comprendo sus reacciones, sus intercambios de frases hirientes en medio de caricias.
Hay situaciones que en ningún momento me parecieron cercanas a la realidad y solo podrían haber sido asumidas en un mundo dominado por la locura.
No sé, como decía más arriba, seré yo quien no soy capaz de saborear novelas complejas. Pero creo que necesito volver al comisario Maigret para reconciliarme con Georges Simenon.