
Leí este clásico de la ciencia ficción y la distopía para el reto de 2019. Fue, en concreto, el último punto que cubrí, en medio de las Navidades y a pocos días de terminar el año. Lo recuerdo bien porque fue la primera vez que conseguí terminar el reto a tiempo.
Para mí, Fahrenheit 451 era uno de esos libros eternos pendientes que una no sabe por qué no leyó en su juventud. Lo empecé con mucha emoción, como el que tiene un billete en primera clase a las emociones de su juventud, cuando me sentaba en el suelo de mi habitación a leer distopías del tirón.
El argumento, desde luego, prometía. Un mundo gobernado por un gobierno totalitario en el que están prohibidos los libros y en el que los bomberos, en lugar de apagar incendios, se dedican a provocarlos para deshacerse de un modo efectivo de cualquier libro descubierto.
La idea es sugerente y, sin embargo, no me acabó de entusiasmar esta novela. Quizá ya esté mayor para distopias, quizá la Navidad no sea el mejor momento del año para leerlas o tal vez es que, como muchas veces ocurre con los libros de ciencia ficción, la idea de partida es mejor que su desarrollo final.
Una pequeña decepción que me llevó, tiempo después, a leerme Crónicas marcianas, del mismo autor. Un libro que me gustó, sin lugar a dudas, mucho más que este.
Este libro forma parte de mi historia personal. Puede que tengas razón y estemos mayores para distopías (o que vivimos en un mundo lo suficientemente distópico como para disfrutarlas en la ficción). Y aunque en las últimas décadas parecía que el libro iba a convertirse en realidad, no por prohibición, sino por deriva social, la llegada del libro electrónico ha dado una nueva vida a la palabra escrita. Algo sorprendente en estos tiempos que corren.
Y si no te gusta el desarrollo, al menos abraza algún concepto que aparece en la novela. Por ejemplo: yo, de mayor, quiero ser una persona-libro
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