
Dos semanas me ha ocupado leer las casi 900 páginas de esta novela, que le hicieron merecedor de un Nobel a un jovencísimo Thomas Mann. Y ahora que acabo de terminarla no me importaría comenzar de nuevo su lectura. Voy a echar de menos a esta familia a la que he visto caer en desgracia en solo tres generaciones.
Nacer en una familia como la de los Buddenbrook en el siglo XIX no era cualquier cosa. Y no solo lo digo por la vida acomodada que llevaban, la enorme mansión, los criados, los viajes al extranjero… sino, sobre todo, por ese orgullo de pertenencia que mamaban desde la cuna. Una familia importante, que había hecho mucho bien por la ciudad y que era un sostén innegable de la economía y la política de sus conciudadanos. Nacer con ese apellido implicaba llevar en tus venas el espíritu de unas personas prácticas, decorosas, trabajadoras, constantes.
Y, a pesar de ello, qué difícil resulta para todos llevar el peso de la familia sobre los hombros. Porque puede que tengan una vida acomodada y que disfruten del orgullo de pertenencia, pero carecen de libertad. Ellos deben estar a la altura de las circunstancias, demostrar que merecen el apellido que han heredado, ser buenos comerciantes, trabajadores, sociables, austeros en su vida diaria y brillantes en su vida pública; ellas deben aceptar el lugar que tienen reservado, contribuir con un buen matrimonio al crecimiento constante de la casa familiar, obedecer a su padre, a su marido, a sus hermanos…
No es fácil para nadie. A los más convencidos les veremos renunciar al amor, agotarse tras la máscara, frustrar sus deseos más íntimos por el bien de la familia, que siempre es más importante que uno mismo. Peor lo tienen los otros, los que no dan la talla, los que no encuentran su sitio en los estrechos márgenes heredados. Estos tienen pocas alternativas: o se convierten en parias, o deben renunciar a todo (incluido el afecto) y desaparecer para siempre, renunciando al apellido.
Mann nos permite vivir durante un tiempo en la piel de estos «privilegiados» comerciantes, víctimas de la propia tela de araña que conforma la familia. Y lo hace de una manera sublime. La ironía con la que presenta todas las situaciones, la forma con la que describe a los personajes y el modo con el que te mantiene todo el tiempo interesado son propias de un verdadero artista. No me extraña nada que se trate de una de esas raras excepciones en las que la crítica y el público se rinden a la vez.
Es la primera obra de Mann que leo, pero con seguridad que no será la última. Thomas y Tony se quedan conmigo, con su necesidad de hacer las cosas bien, con su resiliencia ante las adversidades y su tenacidad en el trabajo bien hecho. Recorrer junto a ellos su vida, sus esfuerzos y decepciones me ha hecho reflexionar sobre la brevedad de la vida y reconocer que, pese a lo importante que es hacer uno lo que debe, más importante es no olvidarse de ser feliz.