Cuando la semana pasada acabé La verdad sobre el caso Harry Quebert, no pude dejar de pensar en la similitud entre esa historia y la que Nabokov nos legó en su Lolita. Por fortuna, Dicker esconde las escenas más íntimas de la pareja. Pasa de soslayo por donde Lolita se ensaña.
Leí Lolita pasada la treintena y aún así, no pude dejar de sentir en ciertos momentos incomodidad cuando llegaba a determinados pasajes.
Podría ser calificado como un retrato magistral sobre la atracción de un hombre maduro y una niña, pero todo el ruido mediático que se ha producido desde su publicación en 1955 ha silenciado sus cualidades literarias. Me imagino que sucede como cuando en nuestro país estrenaron la película El último tango en París. Miles de españoles traspasaron la frontera por un deseo febril de ver un film de alto contenido erótico. Pero prácticamente nadie comentaba su valor como película, todo fueron críticas hacia la sexualidad que se permitía enseñar. De igual manera ocurrió con Lolita. La calidad narrativa de Nabokov está fuera de toda duda: en este libro hay pasajes líricos bellísimos que nos atrapan, dentro de una atmósfera que oprime tanto como el calor asfixiante que padecen nuestros protagonistas. Sin embargo, y a pesar de ser considerada una obra fundamental de la narrativa, el acercamiento del lector es más fruto del morbo que del interés cultural.
Estamos ante un libro que siempre generará polémica. Una historia que divide a los que encuentran un libro excesivo en su contenido y otros que defienden una historia de pasión escrita de manera maravillosa.