
Como casi todos los de mi generación, hubo un tiempo en el que, una a una, fueron cayendo todas las novelas de Agatha Christie. Nos las prestaban los adultos de nuestro alrededor (familiares, amigos de nuestros padres, padres de nuestros amigos) o las sacábamos de la biblioteca. En todos los casos se trataba siempre de una edición barata, que tenías que leer con sumo cuidado para que no se separaran algunas de sus páginas. Cuántas tardes de felicidad me dieron esos pequeños libros llenos de asesinatos imposibles.
Por mucho que las leyera todas entonces, la verdad es que en la actualidad me acuerdo bien poco del desenlace de las historias. Salvo aquellas que he recuperado posteriormente en el cine o las que finalmente acabe comprando (como la de Diez negritos), las demás las podría volver a leer sin peligro de recordar el final de la trama.
Esa es la razón por la que cuando hace tres años mi hija pequeña me sugirió que leyéramos juntas esta novela supe que la iba a disfrutar como la primera vez, la hubiera leído o no en mi infancia. Y así fue. Desde la primera página hicimos nuestras conjeturas y Agatha nos regaló horas de debate mientras preparabamos la cena, volvíamos a casa o terminábamos de desayunar. Nadie como ella para tenerte entretenida hasta saber quién de todos cometió el crimen.
En esta ocasión resulta que la intuición de mi hija (manifestada desde el principio y desdeñada por mi) estaba en lo cierto. Le llevo una ventaja de treinta años de lectura, pero definitivamente su olfato detectivesco es mejor que el mío. ¿Os había dicho ya que yo soy más de leer ensayo?