Un par de días me ha durado esta novela y, sin embargo, puedo decir que ha sido una de las más difíciles de leer de los últimos tiempos. No resulta pesada, ni aburrida, pero la sensación de andar en un terreno de arenas movedizas no se me ha ido en toda la lectura. Avanzaba y volvía hacia atrás constantemente con la sensación de que algo no iba bien, de que no estaba bien anclada la narracion. Al terminar, me debato entre hacer una relectura o rendirme a la evidencia de que no era para mí.
Eso no significa que no me haya gustado nada. Hay aspectos muy interesantes en este libro. Te hace reflexionar sobre la maternidad y la amistad, muestra de una manera sublime el peligro que representa el juego y, como tema principal, las consecuencias de edificar las relaciones humanas en mentiras; como veis, el problema no son las teclas que toca, sino cómo está escrito.
Sé que algunos lectores prefieren que los textos sugieran más que cuenten. Yo, por el contrario, prefiero los relatos directos, sinceros, coherentes y con los puntos cardinales claros (quién dice qué, en qué momento y en qué lugar).
Estas certezas no existen en la novela que hoy comentamos. Probablemente para conseguir que reflexionemos sobre el poder devastador de la mentira, el objetivo es crear la sensación constante de inseguridad, de no poder creer del todo la versión de los hechos que te cuentan. Y no es solo porque los distintos personajes dan versiones diferentes de lo que está ocurriendo, sino porque no hay nada que te proporcione certeza. Por poner un ejemplo, un escrito de unas pocas páginas de uno de los personajes comienza diciendo que visitó a la protagonista hasta que murió y termina pidiendo que la cuiden, como si hablara antes de que muriera. Uno no sabe en qué momento ha escrito, pues, esas líneas.
Quiero entender que este tipo de desajustes están buscados y pretenden conseguir esta sensación de desasosiego, pero no me acaba de convencer la propuesta. Quizá le de una relectura, o tal vez no.