Hoy os voy a hablar de una pequeña frustración personal. No sé si os ha pasado alguna vez algo similar. Durante mucho tiempo oí hablar de este autor y estaba deseando leer algún libro suyo. Cuanto más leía sobre él, más segura estaba de que me iba a gustar muchísimo.
En 2018 me decidí. Esta novela cubría uno de los puntos de un reto de lectura que estaba haciendo. Además, era una novela epistolar, con lo que me gustan a mí las historias que se cuentan a través de las cartas de los personajes principales. Todo parecía indicar que iba a disfrutar enormemente de la lectura y que este libro y este autor iban a pasar a la lista de favoritos (¡y con honores!).
Pero nada de eso ocurrió. Los libros y los autores son como el resto de cosas de la vida. Basta que tengas grandes expectativas con algo para que te decepcione y, sin embargo, lo mejor te lo encuentras donde menos lo esperabas. Al menos, eso me pasa siempre a mí.
El libro recrea las relaciones personales entre los miembros de una familia en Israel: una pareja divorciada (de las que lo que te sorprende no es el divorcio, sino la relación en sí), el hijo en común y el nuevo marido de ella. El clima que se crea entre los personajes es algo asfixiante. Demasiados rencores, demasiado miedo, demasiado odio. Y como trasfondo una cultura en la que la religión lo envuelve todo.
No me arrepiento de haberlo leído, ya que nunca había leído nada de Israel y este libro constituye, desde luego, una experiencia diferente. Pero me alegré infinito cuando terminó y pude despedirme de estos siniestros personajes incapaces de reconciliarse con su pasado y crear un presente y un futuro sano.
Amos Oz no resultó ser lo que había imaginado. Una vez más, se puede decir que simplemente no hubo química. De todos modos, no me di por vencida y después lo volví a intentar con otras novelas. Pero esa es otra historia que os contaré otro día.