La última semana he acompañado a Theo a lo largo de unos 14 años. A través de las más de mil páginas, que han pasado en un suspiro, he sufrido, me he reído, me he sorprendido y, en cualquier caso, no quería dejar de leer. He terminado queriendo al protagonista, aunque en más de una ocasión le habría matado por su mala cabeza. Es un adorable desastre.
Esta novela de Tartt habla, fundamentalmente, de supervivencia. Sobrevivir al abandono, a las bombas de unos terroristas, a la orfandad, al desarraigo, a la soledad y al desamor. Sobrevivir también a uno mismo, a las tendencias autodestructivas, al alcohol, a las drogas, a las amistades peligrosas, a la mafia. Sobrevivir a la vida cuando algo en tu interior no te permite hacer las cosas como los demás esperan que las hagas. Theo es un superviviente que te narra en primera persona cada uno de esos viajes al infierno.
¿Y cómo se consigue sobrevivir cuando todo está mal alrededor? Me gustaría decir que es gracias a la amistad, pero no se trata de eso. Es cierto que los amigos te salvan de muchas, que llenan tu vida de alegría, de momentos de felicidad y que muchas veces te permiten continuar, pero solo con eso uno no sobreviviría. Tampoco es solo gracias al amor, aunque sin él nada merecería la pena, aunque te dé momentos de intimidad y de plenitud. Ni siquiera es gracias a las buenas personas que te acogen, te protegen en un momento dado, te guían entre la bruma. Theo tiene la suerte de contar con todo ello, pero su supervivencia depende, en último término, de otra cosa.
El verdadero escudo contra la adversidad es mucho más prosaico. Es el instinto de supervivencia. Una fuerza más poderosa que la autodestructiva, que convive con ella y consigue vencer. Un instinto que, en esta novela, se nutre de la capacidad de Theo de reconocer la belleza y disfrutarla. La pasión por un pequeño cuadro, la imagen de un tierno jilguero, que representa, de algún modo, un sentido para seguir vivo.
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