Imaginen que cae en sus manos una obra que les dice que los superheroes de su infancia y adolescencia no son más que títeres del poder político. O peor aún, que Superman, Batman, etc.. son megalomanos y su servicio a la comunidad no es más que un oscuro intento de satisfacer sus necesidades narcisistas.
Con tan bonita perspectiva se presentó Alan Moore en 1986 y nos regaló una novela gráfica que marcó un antes y un después en el tratamiento de los superheroes. La idea inicial era tan atrevida que uno al leerla corre el riesgo de no bucear más en sus viñetas y perderse una riqueza simbólica sin precedentes.
La novela nos sitúa en la década de los 80, en un momento crucial de la guerra fría entre EEUU y La Unión Soviética. Los superheroes han sido prohibidos, pero el asesinato de uno de ellos saca de su ostracismo a los enmascarados que todavía existen ocultos en las sombras.
Con esta línea argumental relativamente simple, Moore va tejiendo un universo complejo de significados y matices y consigue que el lector vaya reflexionando sobre un mundo alternativo al actual. Desde cuestionarnos cuál es el propósito real de los avances científicos, pasando por el cuestionamiento sobre la democracia y su posible debilidad ante el fascismo hasta llegar a asustarnos con lo cerca que vivimos constantemente de una posible guerra nuclear, y por tanto, el fin de la civilización conocida.
Las ilustraciones de Dave Gibbons, que se inspiran en los cómics de los años 40 y 50, forman parte del argumento de la novela en una proporción idéntica al guión. Utilizando un formato cerrado de 9 viñetas, cada una de ella encierran símbolos que enriquece el resultado final.
Una de las mejores novelas gráficas de la historia, tan de actualidad ahora como lo estuvo en su publicación. Su impacto en el público fue tremendo y posiblemente, dentro de otros treinta años más siga sorprendiendo a quien lo lea.
¿Quién vigila a los vigilantes?