No estaba muy receptivo cuando hace años me regalaron este libro. La causa de mi rechazo era no saber que esperar de sus páginas; ¿estaba ante un cuento juvenil con un trasfondo trágico o tal vez era un acercamiento edulcorado al holocausto judío?
Una vez decidido, los capítulos fueron pasando vertiginosamente por mis ojos. No pude parar de leerlo hasta llegar al final. La historia me sumergió de lleno a una versión nueva de lo que ocurría en los campos de exterminio. Viví la realidad a través de los ojos inocentes de un niño que vive en una casa justo al lado de aquel horrible lugar, Auschwit.
Un punto de vista que no esconde la realidad de lo que allí ocurrió. Una narración en los labios de un niño pero que esconde una lectura entre líneas espeluznante. No pude dejar de imaginar todo aquello que escondia las aventuras del protagonista y su amigo. Quizá y precisamente por verlo a través de unos ojos de niño, las imágenes mentales se formaron más poderosas que nunca y dibujaban un entorno casi tan horrible como debió ser en realidad.
Aunque he de confesar que, a pesar de tener nociones sobre la defensa de nuestra mente ante situaciones límite, me sigue sorprendido cómo somos capaces de amoldar la realidad para que no nos destruya como seres humanos. La resistencia de nuestra mente parece que no tiene límites. Y en esos campos de horror salvó a muchos de sus prisioneros.
Toda la novela es un juego de realidades. Por un lado, tenemos a los padres del niño que viven como un castigo personal su nuevo destino, por encima de la tragedia que se vivía dentro de las alambradas. También sentiremos la resignación e, incluso, la «fortuna» de aquellos prisioneros que estaban al servicio de los militares. Y, por último, intentaremos sonreír ante los juegos infantiles a espaldas de los mayores y el horror.
Una magnífica lectura, para no olvidar el horror.