La diferencia entre el cómic y la novela gráfica se llama Will Eisner. Así de simple. Sólo un genio puede convertir cada viñeta en una pequeña obra de arte. Y digo pequeña por tamaño, porque las sensaciones que trasmiten cada porción de esas páginas quitan la respiración.
Recuerdo cuando «Contrato con Dios» llegó a mis manos estuve varios minutos observando la portada. Quedé sobrepasado por la fuerza de sus trazos. La portada que yo conocí estaba en blanco y negro y sólo podía pensar en cómo unas líneas podían trasmitir la derrota de manera tan sutil.
Al adentrarme en sus páginas, mi sonrisa no dejaba de aumentar. Me deleitaba con sus encuadres, con los juegos de sombras, con la fuerza de los gestos de cada personaje. Estaba claro que no era un cómic. Era algo mucho más grande.
Cuando Eisner publicó esta obra, ya era un creador consolidado, que podía vivir de las rentas con Spirit, el personaje que lo catapultó a la fama. Pero su inquietud y conciencia necesitaban dar otro paso más. Quería romper con el menosprecio que despertaba el cómic frente a otras manifestaciones artísticas. Nadie mejor que él para conseguirlo.
Reconocemos sus trazos en los personajes que componen las cuatro historias del volumen. Es fantástico ver como es capaz de trazar una evolución psicológica y moral a través de una mirada, de un gesto. El texto apoya la imagen, la refuerza y ambas integran un todo que nos ofrece una experiencia desconocida hasta su publicación.
Estamos ante la primera novela gráfica de la historia. Y una de las mejores.
Will Eisner consiguió, una vez más, revolucionar la cultura y el arte. Algo sólo al alcance de los genios.