
Ayer, al aire libre y con todas las medidas de seguridad, pudimos disfrutar de una sesión de cuentos de Cristina Verbena. Y así, tímida y feliz, la añorada normalidad se hizo un hueco en la agenda de nuestro fin de semana.
Hora y cuarto de cuentos, canciones, minicuentos y poesía. Setenta y cinco minutos de felicidad, de sonrisas, de aplausos, de complicidad y, a veces, de carcajadas liberadoras.
Ella nos regaló historias que había sacado de libros. Algunas divertidas, muy divertidas, surrealistas muchas; otras más realistas, con un deje de reflexión que nos llevamos a casa, para pensar despacio durante días. Algunas eran tan breves que solo su sonrisa silenciosa conseguía que nos enteráramos de que habían terminado; otras eran tan largas que nos daba tiempo a encariñarnos de los personajes.
Ahí estuvimos, hora y cuarto, con la sonrisa boba en la cara todo el tiempo, como si todo fuera normal, como si la pandemia que nos arrebató nuestra vida no fuera más que una historia lejana. Cristina Verbena nos contaba cuentos y lo demás, por un ratito, se olvidaba.
Y cuando terminó, nos hizo el regalo definitivo. Nos listó los libros de los que había sacado sus historias. Y nos fuimos felices a casa, a leer esos libros. En ellos no encontraremos los cuentos de Cristina, pero sí los que ella leyó antes de transformarlos en sus historias.
O juglar. Qué bonito oficio, el contador de historias
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Yo jueglo, tú jueglas, él juegla. Nosotros juglamos, vosotros jugláis y ellos jueglan.
#twitterparalingüistas
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En otra época habría sido bardo, o trovador. De esos que van de plaza de pueblo en plaza de pueblo contando y cantando. Durmiendo en baratas posadas y con las botas desgastadas y llenas del polvo del camino.
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