José María Sanz Beltrán, el loco, Loquillo. Advierto de antemano que esta reseña no es sobre un disco. Ni tan siquiera sobre un cantante o su grupo. Estas líneas van sobre mí. Sobre mi juventud, que fue cuando descubrí los temas que me han acompañado desde entonces.
La primera vez que lo escuché, ni tan siquiera me gustó. Recuerdo a mis amigos tararear una y otra vez Cadillac solitario, escuchar en las orquestas de los pueblos El rompeolas o en las radios fórmulas de entonces pinchar Autopista.
Y sin saber como, mi alma comenzó a pedir una dosis diaria de estos temas, daba igual cuáles. Suplicaba que algún conocido me dejara el álbum y cuando lo conseguía, el tiempo sólo existía para escucharlo hasta las tantas de la madrugada, para desesperación de mis padres.
Descubrí la adrenalina de un ritmo de batería implacable, la sensación eléctrica de un solo de guitarra y por encima de todo, a él, a Loquillo. Con una voz tan personal que nadie podría imaginar sus temas en gargantas ajenas.
En este directo, el primero de la banda, se desplegó la quintaesencia del grupo. Todo suena como si el rock comenzara con ellos.
El tiempo ha convertido el álbum en mito. Y quien es poseedor afortunado de un lp en vinilo sabe que tiene un objeto irrepetible.
Tan irrepetible como escribir estas líneas y descubrir que estoy tarareando sus canciones.